sábado, 29 de marzo de 2008

Laura mirada desde cerca por Orlando Chirinos

Laura mirada desde cerca

Martes siete am: al parecer lo muy temprano de la hora, no es obstáculo para que las personas que laboran o estudian en la Facultad de Educación de la Universidad de Carabobo estén ya en su respectivo sitio. El septiembre de 1976 anuncia en su frescor el agradable frío de diciembre. Cruzo frente al cafetín del señor Moreno e ignoro, no sin dolor, la tentación de un café bien cargado. Oigo desde ya las risas de Migdalia, Norka Bello, Maricarmen y Francisco Liccioni. Apuro el paso, quiero estar en la primera fila para contemplar y dolerme con Edipo en su desgracia, en el inicio de la clase de hoy: La tragedia griega, de regreso de la épica del caso: Aquiles, Héctor. Me gusta como ella conduce el curso, nos gusta. Es delgada, muy delgada, tiene esa voz suave, esos gestos y movimientos lentos que pueden llamar a engaño a algunos: en el fondo presiento a un ser firme en sus convicciones, demuestra seguridad en los conocimientos que maneja. Ahora no lo sabe, y el grupo tampoco, pero dentro de un año será merecedora del Premio del Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional, con un título que me hará recordar, con lágrimas nostálgicas incluidas, a Raquel, mi madre.

Todavía carga el desasosiego, la rabia y la pena que se colaron en su equipaje, en el avión militar que la trajo, junto con otros venezolanos, desde Chile, tras la felonía cometida contra Allende. Claro, eso no empaña el entusiasmo, ni el coraje, ni la alegría inmensa que desbordan sus ojos negros y se le hacen sonrisa cuando celebra con sus alumnos un poema de Teófilo Tortolero: “El día termina con una llamarada/ sobre el mantel nuestra cena fue devorada/ Por los muertos/ Quiénes son ellos/ Aprisionados en el aire de estos lares/ Cansados de cruzar los campos de merinos?/ Nada sabemos de su suerte/ Mas cuando alguna vez seguimos el rastro/ Que va a las sementeras/ Creemos percibir las voces/ De nuestros amigos”.
Jueves, después de la clase de Literatura Venezolana I: acodados en el mostrador Alcides Viña y yo, intercambiamos opiniones sobre los estudios de Lengua y Literatura, Laura cruza el pasillo, allá lejos. En la tarde escribiré, después de la lectura de La imagen, un cuento suyo de 1969: He leído este relato de Laura Antillano. Me llama la atención la forma como el narrador toma distancia del texto. Comienza con una descripción de “Una fotografía pequeña, borrosa, arrugada, cruzada por líneas amarillentas y oblicuas”. El artificio trasciende su carácter funcional y va más allá: creo no equivocarme si digo que todo apunta a la humana lucha contra el tiempo. La imagen congelada es el tiempo detenido. Es el tiempo vertical, poético del que habla Gaston Bachelard.

Pero, el tiempo lineal, horizontal, el que se lee en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años, convertido ahora en materia poética, es la gran placenta donde se va a cobijar el espacio. Los espacios aquellos donde alguna vez alguien fue feliz: “El sitio: un parque cubierto de césped. En el centro, una dama con vestido amplio, de puños y cuello cerrado; un gran sombrero lleno de cintas y plumas, una sonrisa radiante”. Luego: “Está arrodillada y su mano acaricia suavemente un perro altivo, señorial. El armario es bastante alto, con dos puertas y un frontón tallado de arabescos (…). Sobre el estante, un paquete de cartas ilegibles, deterioradas por el tiempo, rodeado por una cinta roja. Luego, la cesta de estambre y las agujas, un frasco de ‘Verdiver’, una edición rústica, dañada por el uso, de la Biblia”.

En el desarrollo del cuento se volverá a utilizar el instrumento descriptivo. Siento, sé, estoy convencido de que no hay nada gratuito aquí: esas pequeñas presencias le están hablando al lector desde su auténtica naturaleza. Algún día Georg Lukács, a propósito de estas enumeraciones descriptivas, me va a decir que: “La novela del siglo XVIII (Lesage, Voltaire) apenas conocía la descripción, que cumplía allí la función mínima, más que secundaria. La situación cambia recién con el romanticismo. Balzac pone de relieve que la tendencia literaria a la cual representa y que a su criterio ha sido fundada por Walter Scott, asigna una importancia mayor a la descripción”.

Reseñados los minúsculos (pero no menos importantes) objetos, el discurso se verá inundado por el amado espacio de la casa: “una vieja mansión”, con “un patio frondoso y aromático”, “el sabor dulce de los higos”, “un largo corredor”, “la mecedora”, “la poltrona”, “los retratos del difunto”, “la biblioteca”, mas… “todo en un estado lamentable”. Me toca, y mucho, ese aire de decadencia física del personaje, lo sigo en su caída vital en esa “metamorfosis destructiva, ilocalizable”, me acongoja ver a la mujer “demacrada, con los pómulos salientes” y “el cabello larguísimo (que) contrastaba siniestramente con la tez amarilla, demasiado amarilla” hasta que “se hizo borroso, se extinguió”. Me toca como lector sensible que soy, pero entreveo en esa misma decadencia, en esas mismas ruinas, lo que María Zambrano valora como un triunfo del devenir más humano y más sagrado: “toda ruina tiene algo de templo; es por lo tanto un lugar sagrado. Lugar sagrado porque encarna la ligazón inexorable de la vida con la muerte (…). Lugar sagrado donde el tiempo transcurre con otro ritmo que el que rige más allá, a unos metros tan sólo, donde la actualidad se agita”.
Septiembre de 1977, quizás viernes, después del ritual del café en el sitio de Peppe: acabo de concluir la lectura (con lágrimas nostálgicas incluidas) de La luna no es pan de horno. Sentados bajo El Manguito, en el sector “A” de la Facultad de Educación. Francisco Liccioni y Nelson Suárez desenfundan primero: cada uno blande, con ese orgullo que da el triunfo de los verdaderos amigos, el cuento que este año ha ganado el concurso de cuentos de El Nacional. Les digo que son hombres muertos: desde hace rato, antes de que ellos llegaran, tengo desplegado sobre la mesa el relato nombrado. El receso de agosto se interpuso en el contacto semanal, pero aquí estamos de nuevo congregados alrededor de un cigarrillo y una taza. Más tarde nos vamos a acercar al Departamento de Lengua y Literatura: rostros conocidos, presencias queridas: profesores de las distintas cátedras: Esther Fernández, Luisa Pla, Manuel Navarro, entre otros. El corazón es una fiesta. Juro que, aunque a distancia, yo estuve en la recepción en Caracas, en la entrega del premio. Juro, también, que soy un personaje del universo de esa luna que no es “pan de horno”, sino “de piedra y fuego, dura, insensible”. Juro que me atrae y me identifico con la valentía que se despliega al asumir la toponimia que asienta a algunas regiones del país: Maracaibo, Bobures, Barcelona, Uchire, Clarines, Cumaná, Puerto La Cruz, el río Manzanares, la vieja urbanización de El Silencio, en Caracas. Y digo valentía, por ese recato, vergüenza o pudor de ciertos narradores venezolanos que los lleva a no mencionar lo que ya la realidad ha fundado, establecido y refrendado.

Sábado, en una playa de Puerto Cabello: qué bueno toparme, en este cuento de Laura Antillano, con la sabrosa sentimentalidad latinoamericana: ya en la primera página estaba escuchando las canciones de Agustín Lara, la voz de Toña La Negra y me instalé en el corazón de los años cuarenta y cincuenta, me mudé a la vecindad de Los Panchos y Leo Marini. Me luce magistral la seguridad con la que la autora sortea el riesgo de lo cursi y construye un texto que va más allá de lo doméstico, lo cotidiano, hasta llevarlo al plano de lo universal. Es una sabia lección de cómo hacer para enaltecer lo trivial, lo pequeño. Jamás “las florecitas de bellalasonce, los encurtidos (…), los porrones de flores blancas (…), la enredadera de nomeolvides (…), los juguetes de cuerdas” habían cobrado tanta relevancia en un cuento, como ahora. Para mí mismo: me prometo preguntarle a Laura, si conoce de su época en Maracaibo, a gente amiga y militante como Arsenio Bermúdez (El Negro Pepe), Tito Núñez Silva, Néstor Bravo, Folleto y otros.

Domingo siguiente, antes de leer los diarios y anotado sin orden riguroso: el desgarramiento interior, la desesperanza, la ausencia y lo inconcluso son el objeto de interés en La luna no es pan de horno. Su final me lo va a confirmar: “… le digo que nos dejó como legado la desesperanza, porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de lo inconcluso”. Hay una noción de lo circular, es una especie de búsqueda de la armonía de asuntos de signo contrario: un tiempo pasado versus un tiempo presente. Generalizando, y sin tomar en cuenta las particularidades de algunas situaciones propias de la existencia de los personajes más destacados del cuento (construido con la concurrencia de sus cosas más cercanas), el pasado es el tiempo de la felicidad y se opone al presente, el tiempo de la infelicidad. Nadie debe confundir, aun cuando existan datos que podrían ser considerados como autobiográficos, la afectividad y apego del narrador (narradora) con los del autor (autora). Me gustaría escribir un cuento de esta índole. Es efectivo el uso del diminutivo, para redondear la idea de un clima amoroso. La figura de la madre evocada no podría existir sin las presencias que conviven dentro de la casa, entendida en el sentido de refugio, de acogedor nido. El discurso narrativo va, sin violencia y de una manera imperceptible, de lo pretérito al ahora. Sin duda que hay la creación de una atmósfera. Me impresiona esa cercanía-lejanía que maneja el personaje: mostrarse involucrado con las situaciones descritas, pero sin dejarse arrastrar por la sensiblería.

Nota: La luna no es pan de horno continua alumbrando sobre el grupo. Alcides Nelson y yo nos hemos instalado a brindar repetidas veces por la larga vida del relato y la autora. Salud.

Miércoles: un aguacero fuera de temporada me ha encerrado en casa ¡Tantas cosas que hacer y yo aquí! sin poder salir, bajo pena de que se me complique la gripe que me ha tomado por sorpresa a partir del domingo último. Vuelvo sobre los libros de los amigos: la edición es de 1988. El título es el de cuento El Nacional. El sello es de Monte Ávila. Me simpatiza uno de los epígrafes de Con los ojos abiertos: “Soy la sombra de una pena”, parte de la letra de una canción interpretada por José Feliciano. Me detengo en Daguerrotipo del príncipe en sepia: releo las anotaciones que en su oportunidad hice: “Reiteración de una frase o de varias frases para avanzar en el relato”. Otra: “Digresión de un personaje para ir al pasado”. O: “Introducción de elementos extraliterarios en el discurso”. O: “Regreso al pasado (¿es Guillermo Meneses quién lo denomina “pasado activo”?)”, anotado con mi letras de garabatos. Un agregado: “El relato se estructura sobre tres objetos, sobre tres nombres, y, combinándolos, permutándolos en un tono evocativo-amoroso, se inicia y se desarrolla en la angustia de los personajes y, finalmente, desemboca donde ha comenzado: unos ojos, la lluvia y el fondo de unos balcones citadinos”.
Sí, Laura le es fiel a su escritura, me digo y miro hacia Las aguas tenían reflejos de plata. Repaso la dedicatoria: “Para Orlando, con la admiración y el eterno cariño por su literatura, su sensibilidad y su amistad”. Espero atravesar pronto y bien, el territorio éste del quebranto gripal para recorrer el golfo de Venecia, o Golfo de Coquivacoa, ese que desde “1498 fue mentado lago y Puerto de San Bartolomé”. Lo mejor de todo es que también somos consecuentes en la amistad.



Orlando

jueves, 13 de marzo de 2008

La novela Perfume de gardenia

La novela Perfume de gardenia de Laura Antillano trama la subjetividad en la memoria familiar y en la histórica: es escritura amorosa, diario íntimo, slogan, graffiti, canción, documento, metatexto. La construcción del sujeto se aleja del yo que narra su sucesivo acontecer para ser identidades proliferantes instaladas en las grietas del tiempo, que desde la sensorial intimidad instalan lo privado en el espacio de lo que también es público, en el plural texto de la cultura.
Catalina Gaspar, Letralia 2005

sábado, 23 de febrero de 2008

Las piernas del bluejeans

Las Piernas del Blue- Jeans.

“Qué triste es quedarse para siempre
en cualquier sitio”
Teresa de la Parra.


“Me acuerdo de haber sido
laurel-rosa y pez mudo”
Pitágoras (s. IV a. de C).



“Enfurécete cuantas veces quieras, pero no te desmayes”
Jane Austen.




Ahí las cuerdas con la ropa recién lavada, ahí mi blue- jeans esperando los rayos solares, aquí, en este patio con este adiós.

La abuela dijo: - Igualita que en su Primera Comunión, “igualita…” y nos asustamos: hacía tiempo que sólo levantaba la manguera y nos regaba a todos como si fuéramos flores, pero de golpe tiene lúcida mirada y sabe que yo soy Ana y mi hermana Beatriz, y que ella es la abuela… Pero no: después que dijo – Igualita que en su Primera Comunión, se volvió al patio, para regar a los vecinos con la manguera.
Mamá me trata como si fuera a morirme: - En unos años más y ya este corte princesa no enseñará ninguna cintura de avispa y me mira triste… Entonces me vengo al patio y ahí están mis blue-jeans en las cuerdas, como si no se dieran cuenta de nada, levantando las piernas a cada volar del viento, y azules como el mar azul, azul fuerte de tela dura para lavar.
El ruchadito del vestido me molesta, mamá está feliz con el encaje, pero a mí me molesta, ¡qué desperdicio! Vestido para una noche y de paso molesta.
La gata Natacha se me cuela entre las piernas y arrastra su pelambre frotándome como si se diera cuenta de este adiós: y la Beatriz también cree que voy a morirme porque ya me pidió mi casete de los Bee Gees porque como ya no lo vas a escuchar, dijo, y que: Porque ya no lovas a escuchar… ¡como si yo fuera a quedarme sorda y no a casarme! Y quiere mi foto de Baryshnikov, y ella dice: Bueno, pero tú tienes a tu Roberto… Ahora no vas a mirar a nadie más, y ¡me aterro! Ahora cree que me voy a quedar ciega, sorda y ciega, ¡pero no le voy a dejar la foto de Baryshnikov, me la llevo y en algún sitio la pongo, ella dice. Roberto se va a ofender, y yo me quedo pensando, no sé, ese bailarín chiquitico del Baryshnikov, con sus ojos penetrantes no tiene nada que ver con mi Roberto, entonces le digo a la Beatriz: - No, Roberto no se molesta porque por mí, él puede llevarse su foto de Olivia Newton John y ponerla en algún sitio también. Y ¿qué tiene que ver Baryshnikov y Olivia Newton John con todo esto, con este adiós?, lo que pasa es que Beatriz no quiere decir lo que debería, pero no importa, mejor así.
Saco los papeles de la gaveta en nuestro cuarto y los reviso, con la mirada de ella filtrándoseme, con los días en esta habitación, con as ramas del cocotero en la ventana, con las láminas de geografía pegadas en la pared, con su colección de estampillas, como mi oso de peluche gastado y sucio, y la miro… miro a la Beatriz, y me da hambre y sed, y me salgo al patio para, otra vez, frente a las piernas de mi blue-jeans colgadas: ponerme a llorar.
Mamá dice que aguante la respiración mientras sube el cierre, me da un pañuelito y: mira que coquetería, el mismo encaje que llevaba la falda del vestido, un pañuelito… será para llorar, no sé me dice y se voltea, yo sé que no quiere mirarme a la cara. Lo único que hay que llorar es lo que pica este vestido, mamá ¡eso es lo único! Y le bajo el cierre y me lo quito rápido.
La abuela llama desde su cuarto: ¡Mamá, mamá, ven a arroparme!, y yo entro y la veo metida en la cama, está tan arrugadita que parece una flor marchita de días, la arropo y redigo: Bueno, duérmete tranquilita, y ella: Dame la bendición, Dios te bendiga, miador, la abuela está de metra con la arteriosclerosis, pero ya nos acostumbramos todos: entre las regadas inesperadas con la manguera y ese andar por el jardín apuradita como si estuviera a punto de hacer una travesura siempre. El otro día se metió en la cocina cuando yo tenía la licuadora a toda velocidad (ligando melón y piña para la dieta del martes), cuando entró parecía una momia egipcia, seria, mecánica; yo sostenía la tapa de la licuadora y la miraba a ella esperando un parlamento histórico, lo peor fue que ocurrió, porque me dijo, muy solemne: Nos engañaron a todas, nos engañaron y nos van a seguir engañando. Solté la tapa de la licuadora y los pedazos de piña y melón volaron (no sé cuándo es que van a mandar a reparar estas cosas en la casa). La seguí a la abuela y le dije: nos engañaron ¿en qué? ¿cuándo?, el nos, el fulano: NOS, donde me incluye y pluraliza ¡me enferma!, pero le vi los ojos y ya supe que la abuela acababa de sintonizar otra emisora: iba directo al patio a buscar la manguera, tenía los ojos de muchachita traviesa en lugar de los de momia- filosófica de antes.
A veces siento que Roberto y yo miramos el mundo como desde un balcón: el mundo es una masa-mazamorra en donde se levantan cosas duras, estables, para no sentir el mal olor, lo que flota de fondo… mejor la silla de extensión con la lona a rayas y el farol de la calle Comercio: allí se gestó todo entre Roberto y yo, ése es nuestro espacio, allí supe de sus miedos y los míos, de la casa de putas y el terror retratado en los ojos y en las maneras del: - póngase la servilleta sobre las piernas, no fume entre comidas, y no le agarre la mano a la novia frente a las visitas-, allí supe de todo lo que él no sabía y allí lo expliqué lo de la regla y esa desazón, ese desvarío.
Mi mamá anda misteriosísima con una fulana conversación que deberemos tener, dice, ya me lo sospecho, ¡pobrecita! hay tantas cosas que ella se va a morir sin saber y que ya yo sé ¡pobrecita!, vengo, y aquí en este patio, mirando mis blue-jeans secándose, estoy mejor que en ninguna parte. El viento eleva las piernas y todo es azul.
Ayer perdí el autobús dos veces: me subía, veía a Roberto parado en la acera y ya me bajaba por la puerta de atrás para besarlo otra vez.
Le pusieron al patio cadenetas de papel de seda y la tía prepara el “chantilly”: a la novia no le puede ver el novio antes de la ceremonia .me encanta el peso del cuerpo de Roberto sobre el mío, el roce de su piel, esa presión, es muy raro pero uno no siente peso, siente piel, el encuentro, y todo es liviano, húmedo, y flota, conozco cada fragmento de su cuerpo y parece que aprendiera a quererlo precisamente a partir de entender que está cicatriz es una caída del columpio a los siete años, y esta marca es de cuando se quemó con la plancha, y ese lunar es el que tiene su tío Raimundo en el mismo sitio.
Ya mamá tuvo la conversación que quería conmigo, me aterroricé, ¡no puedo creer que ella tenga una idea tan triste de la cuestión!, pero no dije nada traté, hasta de poner mirada de asombro, no sé si se me notó algo, pero ella se fue con una cara de preocupación para la cocina.
La abuela quiere que le lleven una taza de leche caliente a la cama, mamá la prepara colocando la pequeña paila sobre la hornilla, vertiendo la leche con riguroso cuidado, y parece que acariciara la cuchara cuando la usa para dar vueltas al liquido.
Yo la miro desde aquí, sentada en el pretil, puedo divisar la cocina y a ella dentro en sus movimientos lentos, hasta que llena la taza, la coloca sobre el plato y se va al cuarto de la abuela, se acerca a la cama, se sienta, y con el plato sobre sus piernas acaricia los cabellos de la abuela que en estos momentos es una niña y no abuela ni mamá. Entonces, yo regreso mis ojos para posarlos sobre este cielo abierto, inmenso, en donde las piernas de mi blue-jeans siguen flotando con el viento de atardecer, y en medio de las nubes apretaditas creo encontrar los ojos de Roberto, reviviendo esta complicidad nueva, este salto secreto, que nos hace mirar el mundo desde la baranda de un balcón.
¿Por qué mamá habla como si fuera a morirme…?


(Cuentos de Película.( 1997).Editado por la Fundación Cinemateca Nacional, Caracas).

martes, 19 de febrero de 2008

La poesía de Laura Antillano por Francisco Vicente Gómez (Universidad de Murcia)

La poesía de Laura Antillano (Por Francisco Vicente )

Distinguir, diferenciar es reconocer, o lo que es lo mismo, reconocer es distinguir, es diferenciar, afirma Paul Ricoeur en Caminos del reconocimiento. Incluso advierte: es as{i y tiene que ser así por mucho que los términos diferenciar y reconocer puedan generar prevenciones. La funcionalidad concreta que se le pueda dar a diferenciar y reconocer sí que puede ser motivo de preocupación si la dirección es la sumisión, la exclusión, esto es, en los casos en los que la reciprocidad, el reconocimiento recíproco no se da. Este es el tercer camino del reconocimiento que describe el filósofo francés; los anteriores han sido el reconocimiento objetual clásico y el autorreconocimiento.
Parece buen argumento de los estudios de género este del reconocimiento, que temerosos de la homogeneización estética han optado por una materialidad cultural que sea capaz de diferenciar nítidamente más allá de los habituales modelos sociológicos presencias significantes sometidas, ensombrecidas o, simplemente, excluidas, como ha sido el caso de la mujer durante tantos años, décadas y siglos. Y uno de esos contenidos es el de la madre . No cabe duda que la condición de madre y el cronotopo doméstico han pasado de ser interpretantes dinámicos a convertirse en interpretantes lógicos o finales –en la terminología del semiótico norteamericano Ch. S. Peirce- de primer orden de la semiosfera –esta vez convocando el testimonio del semiólogo de la cultura Jurij Lotman- a que da lugar: el de ‘ser madre’, que sostiene la sociosfera de la condición de mujer en la cultura contemporánea.
La poesía de Laura Antillano inscribe su verbo en esta semiosfera de ‘ser madre’ y pone empeño en revelarla, en hacerla presente y, por momentos, incluso denunciarla. Este propósito orienta incluso buena parte de su obra narrativa, tanto la novela –significativa es la novela ‘intrahistórica’, como la ha calificado Luz Marina Rivas- de Solidaria, solitaria; como los cuentos “La luna no es pan-de-horno” y “Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir”, contienen ya esa ‘poética’.
La exigencia estética era elaborar un ‘yo’ poético a partir de un ‘tu’, uno y otro se observan, interactúan y materializan su presencia, su reconocimiento. El tu, el esposo, los hijos, los amigos, algunos lugares y objetos se erigen en el necesario fondo dialógico a partir del que el yo, la madre, se manifiesta, significa (semiosfera) su condición en nuestro mundo, su socioesfera: callada, sometida, al servicio de… Unas veces desde la diferenciaci{on y reconocimiento clásico de lugares, seres y objetos; otras desde el autorreconocimiento y, finalmente, desde el reconocimiento recíproco entre el yo y el tu que lo rodea, simulando diálogos, reproches, ‘monólogos interiores’, etc.
La producción poética de Laura Antillano de la que nos ocupamos está recogida en tres libros reunidos en el libro Obra poética, editada por El mismo, el otro en el año 2004. Estos libros son La casa del Milagro, Migajas y El verbo de la madre. En los tres Laura Antillano elabora un yo poético ‘madre’, a partir de los tres modos de reconomiento.
En La casa del Milagro el yo madre se constituye significativamente a partir del fondo dialógico de elementos de la naturaleza, ellos son la imprescindible distancia estética o extraposición semiótica para que el yo al observarlos se objetive a través de su percepción, y materialice un yo dotado de una extraordinaria sensibilidad y delicadeza: así el nacimiento de la flor de la tuna es 2motivo de asombro”, el movimiento de la amapola ‘regala’ “su blanco inmaculado” (p18), la recogida del níspero es ‘faena ritual’, la ‘desarmonía’ de las vainas del cují “es descanso” (p.19), y las flores de las trinitarias “su permanencia/es definitiva”, y son símbolo de “mis/quince años” (p.20), y los limonzotes, “lo dulce/en lo agrio” evoca “la calma de las tardes” (p.21).
Si la naturaleza ha compuesto el fondo dialógico –cosificación- por el que el Yo madre se define, en el segundo conjunto poemático de este libro ‘Cofradía de hatitantes’, son los habitantes que pueblan el entorno, muy en particular la casa, en el que se desenvuelve el mismo, el yo, el verbo de la madre, el yo mujer-madre: padre, hijos, niños, hermanos, etc. Así como el cronotopo familiar que le es característico: la comida, la sobremesa, el planchado, la guerrilla, etc., bajo la modalidad enunciativa que sea, enunciada como TU:
“Madre
con la palanca
de la m´quina
fija a la mesa de
planchar

las vueltas
de su esfuerzo
definen
la calidad del pan
par la cena” (p.34)

bien enunciado como ‘Yo’ en un ejercicio de autorreconocimiento
“ Crecemos sin saberlo
cada una

la vida nos dirá
de la casería y el desamparo,
pero también del muelle
para crear
el tránsito” (p.38)

El verbo de la madre, el Tu creado, objetivado ha necesitado para ello de la resistencia de las cosas y de los otros seres. No hay posibilidad de confusión: la percepción da forma a objetos y los diversos roles con sus respectivos espacios y tiempos crean los contornos necesarios entre ellos: la madre pone la mesa y la retira, los hijos mientras conversan… Y aún así siente que la palabra le resulta insuficiente:
“Y no sé
poner en
palabras
lo que quisiera
para ti” (p.36).

Esta asimilación de la condición ‘madre’ a roles sociales que propician el simulacro de un reconocimiento recíproco, así como a ‘lugares sagrados’ y sus correspondientes objetos de culto, tercer grupo poemático de La casa del Milagro, como es el caso de la cocina, la escalera, el marco de la ventana, un proyector de cine, una guitarra, el sótano, el balcón, el comedor y la cama, que propician tanto un conocimiento como un autorreconocimiento:
“Desde la cama
vivo
la distancia perfecta
para contemplar
el cielo rojo en
la madrugada,
sobe las aguas
del lago.
Sol japonés,
Cuanto daría
Por verte de nuevo
Desde el mismo lugar
Y en aquel
Tiempo” (p.63)

Todos ellos tejen la significación de los poemas y van creando ese ‘verbo de la madre’, que discurre textualmente entre enumeraciones, más expansiva que linealmente –conmoratio-. Más presentando que narrando.
Migaja, el siguiente poemario, es un estremecedor reticulado de objetivaciones sobre la condición ‘mujer’ y ‘mujer-madre’, esta vez a partir de acciones y relaciones, en el que este ‘tu’ adopta diversas máscaras enunciativas. Unas veces es ‘ella’ la que dice de ‘él’:
“Te respiro ajeno
Como en sombra
Todo el día
Desentierro la extrañeza
No puedo
Falta tu mano aquí” (p.67).

Otras veces es el sujeto poético el que dice de ‘ella’:
“tu casa
plena de ti

disciplina

la rutina del soldado,
la fuerza
de un hacer
a fuego lento.



es tu huella,



sembrada estás
para
el júbilo” (3, p.69).

“…
es
tu sudor
de
agua bendita” (7, p.73).

La correlación entre hombre y mujer, así como diversos lugares donde esta interacción se da, desde la casa a la cama es en esta ocasión la productividad de los poemas. La autenticidad, el sacrificio y el valor serán los ejes vertebradotes de su significación, y sobre los que irá cobrando relieve la condición femenina. De nuevo los tres caminos del reconocimiento: el fenoménico (los lugares), el autorreconocimiento y la reciprocidad (en las acciones) jalonan el paratáctico (conmoratio) los versos que constituyen este poemario.
Es Migajas un poemario sobrecogedor que asume el reconocimiento de la contienda entre mujer y hombre (“reconocer la contienda” p.89), y ante la imposibilidad de un reconocimiento recíproco estremecedoramente
“Busco nobleza
en los restos del
naufragio (21, p.84)

Y más aún
“las migajas
del
desasosiego” (17, p.82)

Aunque esto le haga transitar ‘senderos de paria’ y sentirse “peregrina / extranjera” (p.83).
Migajas ahonda a partir del autorreconocimiento en la diferente entrega de ella frente a él. Insistiendo en la ‘pesencia’, débil en él. Así como el último poemario, El verbo de la madre dibuja el perfil de la mujer-madre a partir del fondo dialógico del hijo: del hijo que nace (1), que echa a andar (2), que aprende sus primeros gestos (3), crece y que sin remedio un dìa ‘parte’ de la casa materna, dejando a la madre sólo la posibilidad de ‘acunar su huella’ (4), de unas lecciones que caerán en ‘saco roto’ (5), sin poder evitar el ‘derrumbe’:
“incurable
se
despide

extraño
deviene
el derrumbe (6, p.110).
Ni el desasosiego, porque, desde la condición de madre, “perdió pie,/ tantas veces” (8), porque ‘camina sin saber’ y no se le puede ayudar a salir del laberinto desde ‘lo no dicho’ (9), y desde la no escucha:
“La Madre dice
Escucha,
espera

Pero
puerta cerrada
Silencio
Sordo (10, p.114).

Negación, la espalda y la mano cerrada son los conceptos y gestos corporales que materializan la simbología de la separación (11). Así como ceguera (12), hiel (13) y experiencia velada (14) lo que queda. El primer Canto de El verbo de la madre ha trazado el doloroso reconocimiento de un hecho muy frecuente en la vida de una madre: acunar la venida y la marcha del hijo sin tener la certidumbre de haber sido escuchada, de haber sido reconocida. En él las palabras se han ido despeñando más que sucediendo, gobernadas por el ansia de lo que no se puede contener, desplegando a partir de (isosemia / matriz) una leve linealidad predicativa sostenida por la apertura simbólica de los términos, que trasciende la propia representación:
“Desprenderse
renuncia y búsqueda de prueba
rasga la crisálida
con mesura
desabriga para tomar
ruta
demuele afabilidad
¿A dónde va?” (p.110).

Lo enunciado a través de los hechos sólo ha diferenciado a dos actores, a la madre y al hijo; el ‘yo’ de la madre se ha ido fraguando frente al ‘tu’ del hijo. Pero no basta, y ante la dificultad de reconocimiento recíproco, el sujeto poètico opta en el II Canto por el autorreconocimiento del rol de madre, umbral de la dialogicidad auténtica. Y ese rol se va asomando en las constantes preguntas que a partir de la marcha se hace insistentemente:
“Silencio que no es
sólo pensar en ese allá
¿dónde?
¿dónde esta el niño?
¿el que salió de aquí?
¿cuando
dejó
el cobijo?
¿retornará?” (15, p.121).
Los interrogantes, preguntas retóricas, mediante la conmoratio se suceden sin remisión e interpelan a la vez que jalonan la angustia del verbo de la madre ante una incertidumbre que se encamina hacia lo peor: “¿Cuándo fue / la huida?” (16, p. 122), “¿Dónde / después de tanta soledad?” (17, p.123). Preguntas y más preguntas que despliegan obsesivamente la duda sobre el propio proceder: “faltó lucha, / bandera en tierra” (p.18, p`.124), pero que acaban siendo “supuestas / elocubraciones” (19, p.124), “sólo / sospechas” y “alguna certeza inesperada” (19, p.125).
No obstante, como madre desea redimir la situación, y regresar al hijo “a la fronda nueva / a carne / de tu carne” (22, p.128)