La poesía de Laura Antillano (Por Francisco Vicente )
Distinguir, diferenciar es reconocer, o lo que es lo mismo, reconocer es distinguir, es diferenciar, afirma Paul Ricoeur en Caminos del reconocimiento. Incluso advierte: es as{i y tiene que ser así por mucho que los términos diferenciar y reconocer puedan generar prevenciones. La funcionalidad concreta que se le pueda dar a diferenciar y reconocer sí que puede ser motivo de preocupación si la dirección es la sumisión, la exclusión, esto es, en los casos en los que la reciprocidad, el reconocimiento recíproco no se da. Este es el tercer camino del reconocimiento que describe el filósofo francés; los anteriores han sido el reconocimiento objetual clásico y el autorreconocimiento.
Parece buen argumento de los estudios de género este del reconocimiento, que temerosos de la homogeneización estética han optado por una materialidad cultural que sea capaz de diferenciar nítidamente más allá de los habituales modelos sociológicos presencias significantes sometidas, ensombrecidas o, simplemente, excluidas, como ha sido el caso de la mujer durante tantos años, décadas y siglos. Y uno de esos contenidos es el de la madre . No cabe duda que la condición de madre y el cronotopo doméstico han pasado de ser interpretantes dinámicos a convertirse en interpretantes lógicos o finales –en la terminología del semiótico norteamericano Ch. S. Peirce- de primer orden de la semiosfera –esta vez convocando el testimonio del semiólogo de la cultura Jurij Lotman- a que da lugar: el de ‘ser madre’, que sostiene la sociosfera de la condición de mujer en la cultura contemporánea.
La poesía de Laura Antillano inscribe su verbo en esta semiosfera de ‘ser madre’ y pone empeño en revelarla, en hacerla presente y, por momentos, incluso denunciarla. Este propósito orienta incluso buena parte de su obra narrativa, tanto la novela –significativa es la novela ‘intrahistórica’, como la ha calificado Luz Marina Rivas- de Solidaria, solitaria; como los cuentos “La luna no es pan-de-horno” y “Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir”, contienen ya esa ‘poética’.
La exigencia estética era elaborar un ‘yo’ poético a partir de un ‘tu’, uno y otro se observan, interactúan y materializan su presencia, su reconocimiento. El tu, el esposo, los hijos, los amigos, algunos lugares y objetos se erigen en el necesario fondo dialógico a partir del que el yo, la madre, se manifiesta, significa (semiosfera) su condición en nuestro mundo, su socioesfera: callada, sometida, al servicio de… Unas veces desde la diferenciaci{on y reconocimiento clásico de lugares, seres y objetos; otras desde el autorreconocimiento y, finalmente, desde el reconocimiento recíproco entre el yo y el tu que lo rodea, simulando diálogos, reproches, ‘monólogos interiores’, etc.
La producción poética de Laura Antillano de la que nos ocupamos está recogida en tres libros reunidos en el libro Obra poética, editada por El mismo, el otro en el año 2004. Estos libros son La casa del Milagro, Migajas y El verbo de la madre. En los tres Laura Antillano elabora un yo poético ‘madre’, a partir de los tres modos de reconomiento.
En La casa del Milagro el yo madre se constituye significativamente a partir del fondo dialógico de elementos de la naturaleza, ellos son la imprescindible distancia estética o extraposición semiótica para que el yo al observarlos se objetive a través de su percepción, y materialice un yo dotado de una extraordinaria sensibilidad y delicadeza: así el nacimiento de la flor de la tuna es 2motivo de asombro”, el movimiento de la amapola ‘regala’ “su blanco inmaculado” (p18), la recogida del níspero es ‘faena ritual’, la ‘desarmonía’ de las vainas del cují “es descanso” (p.19), y las flores de las trinitarias “su permanencia/es definitiva”, y son símbolo de “mis/quince años” (p.20), y los limonzotes, “lo dulce/en lo agrio” evoca “la calma de las tardes” (p.21).
Si la naturaleza ha compuesto el fondo dialógico –cosificación- por el que el Yo madre se define, en el segundo conjunto poemático de este libro ‘Cofradía de hatitantes’, son los habitantes que pueblan el entorno, muy en particular la casa, en el que se desenvuelve el mismo, el yo, el verbo de la madre, el yo mujer-madre: padre, hijos, niños, hermanos, etc. Así como el cronotopo familiar que le es característico: la comida, la sobremesa, el planchado, la guerrilla, etc., bajo la modalidad enunciativa que sea, enunciada como TU:
“Madre
con la palanca
de la m´quina
fija a la mesa de
planchar
…
las vueltas
de su esfuerzo
definen
la calidad del pan
par la cena” (p.34)
bien enunciado como ‘Yo’ en un ejercicio de autorreconocimiento
“ Crecemos sin saberlo
cada una
…
la vida nos dirá
de la casería y el desamparo,
pero también del muelle
para crear
el tránsito” (p.38)
El verbo de la madre, el Tu creado, objetivado ha necesitado para ello de la resistencia de las cosas y de los otros seres. No hay posibilidad de confusión: la percepción da forma a objetos y los diversos roles con sus respectivos espacios y tiempos crean los contornos necesarios entre ellos: la madre pone la mesa y la retira, los hijos mientras conversan… Y aún así siente que la palabra le resulta insuficiente:
“Y no sé
poner en
palabras
lo que quisiera
para ti” (p.36).
Esta asimilación de la condición ‘madre’ a roles sociales que propician el simulacro de un reconocimiento recíproco, así como a ‘lugares sagrados’ y sus correspondientes objetos de culto, tercer grupo poemático de La casa del Milagro, como es el caso de la cocina, la escalera, el marco de la ventana, un proyector de cine, una guitarra, el sótano, el balcón, el comedor y la cama, que propician tanto un conocimiento como un autorreconocimiento:
“Desde la cama
vivo
la distancia perfecta
para contemplar
el cielo rojo en
la madrugada,
sobe las aguas
del lago.
Sol japonés,
Cuanto daría
Por verte de nuevo
Desde el mismo lugar
Y en aquel
Tiempo” (p.63)
Todos ellos tejen la significación de los poemas y van creando ese ‘verbo de la madre’, que discurre textualmente entre enumeraciones, más expansiva que linealmente –conmoratio-. Más presentando que narrando.
Migaja, el siguiente poemario, es un estremecedor reticulado de objetivaciones sobre la condición ‘mujer’ y ‘mujer-madre’, esta vez a partir de acciones y relaciones, en el que este ‘tu’ adopta diversas máscaras enunciativas. Unas veces es ‘ella’ la que dice de ‘él’:
“Te respiro ajeno
Como en sombra
Todo el día
Desentierro la extrañeza
No puedo
Falta tu mano aquí” (p.67).
Otras veces es el sujeto poético el que dice de ‘ella’:
“tu casa
plena de ti
disciplina
la rutina del soldado,
la fuerza
de un hacer
a fuego lento.
…
es tu huella,
…
sembrada estás
para
el júbilo” (3, p.69).
“…
es
tu sudor
de
agua bendita” (7, p.73).
La correlación entre hombre y mujer, así como diversos lugares donde esta interacción se da, desde la casa a la cama es en esta ocasión la productividad de los poemas. La autenticidad, el sacrificio y el valor serán los ejes vertebradotes de su significación, y sobre los que irá cobrando relieve la condición femenina. De nuevo los tres caminos del reconocimiento: el fenoménico (los lugares), el autorreconocimiento y la reciprocidad (en las acciones) jalonan el paratáctico (conmoratio) los versos que constituyen este poemario.
Es Migajas un poemario sobrecogedor que asume el reconocimiento de la contienda entre mujer y hombre (“reconocer la contienda” p.89), y ante la imposibilidad de un reconocimiento recíproco estremecedoramente
“Busco nobleza
en los restos del
naufragio (21, p.84)
Y más aún
“las migajas
del
desasosiego” (17, p.82)
Aunque esto le haga transitar ‘senderos de paria’ y sentirse “peregrina / extranjera” (p.83).
Migajas ahonda a partir del autorreconocimiento en la diferente entrega de ella frente a él. Insistiendo en la ‘pesencia’, débil en él. Así como el último poemario, El verbo de la madre dibuja el perfil de la mujer-madre a partir del fondo dialógico del hijo: del hijo que nace (1), que echa a andar (2), que aprende sus primeros gestos (3), crece y que sin remedio un dìa ‘parte’ de la casa materna, dejando a la madre sólo la posibilidad de ‘acunar su huella’ (4), de unas lecciones que caerán en ‘saco roto’ (5), sin poder evitar el ‘derrumbe’:
“incurable
se
despide
extraño
deviene
el derrumbe (6, p.110).
Ni el desasosiego, porque, desde la condición de madre, “perdió pie,/ tantas veces” (8), porque ‘camina sin saber’ y no se le puede ayudar a salir del laberinto desde ‘lo no dicho’ (9), y desde la no escucha:
“La Madre dice
Escucha,
espera
…
Pero
puerta cerrada
Silencio
Sordo (10, p.114).
Negación, la espalda y la mano cerrada son los conceptos y gestos corporales que materializan la simbología de la separación (11). Así como ceguera (12), hiel (13) y experiencia velada (14) lo que queda. El primer Canto de El verbo de la madre ha trazado el doloroso reconocimiento de un hecho muy frecuente en la vida de una madre: acunar la venida y la marcha del hijo sin tener la certidumbre de haber sido escuchada, de haber sido reconocida. En él las palabras se han ido despeñando más que sucediendo, gobernadas por el ansia de lo que no se puede contener, desplegando a partir de (isosemia / matriz) una leve linealidad predicativa sostenida por la apertura simbólica de los términos, que trasciende la propia representación:
“Desprenderse
renuncia y búsqueda de prueba
rasga la crisálida
con mesura
desabriga para tomar
ruta
demuele afabilidad
¿A dónde va?” (p.110).
Lo enunciado a través de los hechos sólo ha diferenciado a dos actores, a la madre y al hijo; el ‘yo’ de la madre se ha ido fraguando frente al ‘tu’ del hijo. Pero no basta, y ante la dificultad de reconocimiento recíproco, el sujeto poètico opta en el II Canto por el autorreconocimiento del rol de madre, umbral de la dialogicidad auténtica. Y ese rol se va asomando en las constantes preguntas que a partir de la marcha se hace insistentemente:
“Silencio que no es
sólo pensar en ese allá
¿dónde?
¿dónde esta el niño?
¿el que salió de aquí?
¿cuando
dejó
el cobijo?
¿retornará?” (15, p.121).
Los interrogantes, preguntas retóricas, mediante la conmoratio se suceden sin remisión e interpelan a la vez que jalonan la angustia del verbo de la madre ante una incertidumbre que se encamina hacia lo peor: “¿Cuándo fue / la huida?” (16, p. 122), “¿Dónde / después de tanta soledad?” (17, p.123). Preguntas y más preguntas que despliegan obsesivamente la duda sobre el propio proceder: “faltó lucha, / bandera en tierra” (p.18, p`.124), pero que acaban siendo “supuestas / elocubraciones” (19, p.124), “sólo / sospechas” y “alguna certeza inesperada” (19, p.125).
No obstante, como madre desea redimir la situación, y regresar al hijo “a la fronda nueva / a carne / de tu carne” (22, p.128)
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