Laura mirada desde cerca
Martes siete am: al parecer lo muy temprano de la hora, no es obstáculo para que las personas que laboran o estudian en la Facultad de Educación de la Universidad de Carabobo estén ya en su respectivo sitio. El septiembre de 1976 anuncia en su frescor el agradable frío de diciembre. Cruzo frente al cafetín del señor Moreno e ignoro, no sin dolor, la tentación de un café bien cargado. Oigo desde ya las risas de Migdalia, Norka Bello, Maricarmen y Francisco Liccioni. Apuro el paso, quiero estar en la primera fila para contemplar y dolerme con Edipo en su desgracia, en el inicio de la clase de hoy: La tragedia griega, de regreso de la épica del caso: Aquiles, Héctor. Me gusta como ella conduce el curso, nos gusta. Es delgada, muy delgada, tiene esa voz suave, esos gestos y movimientos lentos que pueden llamar a engaño a algunos: en el fondo presiento a un ser firme en sus convicciones, demuestra seguridad en los conocimientos que maneja. Ahora no lo sabe, y el grupo tampoco, pero dentro de un año será merecedora del Premio del Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional, con un título que me hará recordar, con lágrimas nostálgicas incluidas, a Raquel, mi madre.
Todavía carga el desasosiego, la rabia y la pena que se colaron en su equipaje, en el avión militar que la trajo, junto con otros venezolanos, desde Chile, tras la felonía cometida contra Allende. Claro, eso no empaña el entusiasmo, ni el coraje, ni la alegría inmensa que desbordan sus ojos negros y se le hacen sonrisa cuando celebra con sus alumnos un poema de Teófilo Tortolero: “El día termina con una llamarada/ sobre el mantel nuestra cena fue devorada/ Por los muertos/ Quiénes son ellos/ Aprisionados en el aire de estos lares/ Cansados de cruzar los campos de merinos?/ Nada sabemos de su suerte/ Mas cuando alguna vez seguimos el rastro/ Que va a las sementeras/ Creemos percibir las voces/ De nuestros amigos”.
Jueves, después de la clase de Literatura Venezolana I: acodados en el mostrador Alcides Viña y yo, intercambiamos opiniones sobre los estudios de Lengua y Literatura, Laura cruza el pasillo, allá lejos. En la tarde escribiré, después de la lectura de La imagen, un cuento suyo de 1969: He leído este relato de Laura Antillano. Me llama la atención la forma como el narrador toma distancia del texto. Comienza con una descripción de “Una fotografía pequeña, borrosa, arrugada, cruzada por líneas amarillentas y oblicuas”. El artificio trasciende su carácter funcional y va más allá: creo no equivocarme si digo que todo apunta a la humana lucha contra el tiempo. La imagen congelada es el tiempo detenido. Es el tiempo vertical, poético del que habla Gaston Bachelard.
Pero, el tiempo lineal, horizontal, el que se lee en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años, convertido ahora en materia poética, es la gran placenta donde se va a cobijar el espacio. Los espacios aquellos donde alguna vez alguien fue feliz: “El sitio: un parque cubierto de césped. En el centro, una dama con vestido amplio, de puños y cuello cerrado; un gran sombrero lleno de cintas y plumas, una sonrisa radiante”. Luego: “Está arrodillada y su mano acaricia suavemente un perro altivo, señorial. El armario es bastante alto, con dos puertas y un frontón tallado de arabescos (…). Sobre el estante, un paquete de cartas ilegibles, deterioradas por el tiempo, rodeado por una cinta roja. Luego, la cesta de estambre y las agujas, un frasco de ‘Verdiver’, una edición rústica, dañada por el uso, de la Biblia”.
En el desarrollo del cuento se volverá a utilizar el instrumento descriptivo. Siento, sé, estoy convencido de que no hay nada gratuito aquí: esas pequeñas presencias le están hablando al lector desde su auténtica naturaleza. Algún día Georg Lukács, a propósito de estas enumeraciones descriptivas, me va a decir que: “La novela del siglo XVIII (Lesage, Voltaire) apenas conocía la descripción, que cumplía allí la función mínima, más que secundaria. La situación cambia recién con el romanticismo. Balzac pone de relieve que la tendencia literaria a la cual representa y que a su criterio ha sido fundada por Walter Scott, asigna una importancia mayor a la descripción”.
Reseñados los minúsculos (pero no menos importantes) objetos, el discurso se verá inundado por el amado espacio de la casa: “una vieja mansión”, con “un patio frondoso y aromático”, “el sabor dulce de los higos”, “un largo corredor”, “la mecedora”, “la poltrona”, “los retratos del difunto”, “la biblioteca”, mas… “todo en un estado lamentable”. Me toca, y mucho, ese aire de decadencia física del personaje, lo sigo en su caída vital en esa “metamorfosis destructiva, ilocalizable”, me acongoja ver a la mujer “demacrada, con los pómulos salientes” y “el cabello larguísimo (que) contrastaba siniestramente con la tez amarilla, demasiado amarilla” hasta que “se hizo borroso, se extinguió”. Me toca como lector sensible que soy, pero entreveo en esa misma decadencia, en esas mismas ruinas, lo que María Zambrano valora como un triunfo del devenir más humano y más sagrado: “toda ruina tiene algo de templo; es por lo tanto un lugar sagrado. Lugar sagrado porque encarna la ligazón inexorable de la vida con la muerte (…). Lugar sagrado donde el tiempo transcurre con otro ritmo que el que rige más allá, a unos metros tan sólo, donde la actualidad se agita”.
Septiembre de 1977, quizás viernes, después del ritual del café en el sitio de Peppe: acabo de concluir la lectura (con lágrimas nostálgicas incluidas) de La luna no es pan de horno. Sentados bajo El Manguito, en el sector “A” de la Facultad de Educación. Francisco Liccioni y Nelson Suárez desenfundan primero: cada uno blande, con ese orgullo que da el triunfo de los verdaderos amigos, el cuento que este año ha ganado el concurso de cuentos de El Nacional. Les digo que son hombres muertos: desde hace rato, antes de que ellos llegaran, tengo desplegado sobre la mesa el relato nombrado. El receso de agosto se interpuso en el contacto semanal, pero aquí estamos de nuevo congregados alrededor de un cigarrillo y una taza. Más tarde nos vamos a acercar al Departamento de Lengua y Literatura: rostros conocidos, presencias queridas: profesores de las distintas cátedras: Esther Fernández, Luisa Pla, Manuel Navarro, entre otros. El corazón es una fiesta. Juro que, aunque a distancia, yo estuve en la recepción en Caracas, en la entrega del premio. Juro, también, que soy un personaje del universo de esa luna que no es “pan de horno”, sino “de piedra y fuego, dura, insensible”. Juro que me atrae y me identifico con la valentía que se despliega al asumir la toponimia que asienta a algunas regiones del país: Maracaibo, Bobures, Barcelona, Uchire, Clarines, Cumaná, Puerto La Cruz, el río Manzanares, la vieja urbanización de El Silencio, en Caracas. Y digo valentía, por ese recato, vergüenza o pudor de ciertos narradores venezolanos que los lleva a no mencionar lo que ya la realidad ha fundado, establecido y refrendado.
Sábado, en una playa de Puerto Cabello: qué bueno toparme, en este cuento de Laura Antillano, con la sabrosa sentimentalidad latinoamericana: ya en la primera página estaba escuchando las canciones de Agustín Lara, la voz de Toña La Negra y me instalé en el corazón de los años cuarenta y cincuenta, me mudé a la vecindad de Los Panchos y Leo Marini. Me luce magistral la seguridad con la que la autora sortea el riesgo de lo cursi y construye un texto que va más allá de lo doméstico, lo cotidiano, hasta llevarlo al plano de lo universal. Es una sabia lección de cómo hacer para enaltecer lo trivial, lo pequeño. Jamás “las florecitas de bellalasonce, los encurtidos (…), los porrones de flores blancas (…), la enredadera de nomeolvides (…), los juguetes de cuerdas” habían cobrado tanta relevancia en un cuento, como ahora. Para mí mismo: me prometo preguntarle a Laura, si conoce de su época en Maracaibo, a gente amiga y militante como Arsenio Bermúdez (El Negro Pepe), Tito Núñez Silva, Néstor Bravo, Folleto y otros.
Domingo siguiente, antes de leer los diarios y anotado sin orden riguroso: el desgarramiento interior, la desesperanza, la ausencia y lo inconcluso son el objeto de interés en La luna no es pan de horno. Su final me lo va a confirmar: “… le digo que nos dejó como legado la desesperanza, porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de lo inconcluso”. Hay una noción de lo circular, es una especie de búsqueda de la armonía de asuntos de signo contrario: un tiempo pasado versus un tiempo presente. Generalizando, y sin tomar en cuenta las particularidades de algunas situaciones propias de la existencia de los personajes más destacados del cuento (construido con la concurrencia de sus cosas más cercanas), el pasado es el tiempo de la felicidad y se opone al presente, el tiempo de la infelicidad. Nadie debe confundir, aun cuando existan datos que podrían ser considerados como autobiográficos, la afectividad y apego del narrador (narradora) con los del autor (autora). Me gustaría escribir un cuento de esta índole. Es efectivo el uso del diminutivo, para redondear la idea de un clima amoroso. La figura de la madre evocada no podría existir sin las presencias que conviven dentro de la casa, entendida en el sentido de refugio, de acogedor nido. El discurso narrativo va, sin violencia y de una manera imperceptible, de lo pretérito al ahora. Sin duda que hay la creación de una atmósfera. Me impresiona esa cercanía-lejanía que maneja el personaje: mostrarse involucrado con las situaciones descritas, pero sin dejarse arrastrar por la sensiblería.
Nota: La luna no es pan de horno continua alumbrando sobre el grupo. Alcides Nelson y yo nos hemos instalado a brindar repetidas veces por la larga vida del relato y la autora. Salud.
Miércoles: un aguacero fuera de temporada me ha encerrado en casa ¡Tantas cosas que hacer y yo aquí! sin poder salir, bajo pena de que se me complique la gripe que me ha tomado por sorpresa a partir del domingo último. Vuelvo sobre los libros de los amigos: la edición es de 1988. El título es el de cuento El Nacional. El sello es de Monte Ávila. Me simpatiza uno de los epígrafes de Con los ojos abiertos: “Soy la sombra de una pena”, parte de la letra de una canción interpretada por José Feliciano. Me detengo en Daguerrotipo del príncipe en sepia: releo las anotaciones que en su oportunidad hice: “Reiteración de una frase o de varias frases para avanzar en el relato”. Otra: “Digresión de un personaje para ir al pasado”. O: “Introducción de elementos extraliterarios en el discurso”. O: “Regreso al pasado (¿es Guillermo Meneses quién lo denomina “pasado activo”?)”, anotado con mi letras de garabatos. Un agregado: “El relato se estructura sobre tres objetos, sobre tres nombres, y, combinándolos, permutándolos en un tono evocativo-amoroso, se inicia y se desarrolla en la angustia de los personajes y, finalmente, desemboca donde ha comenzado: unos ojos, la lluvia y el fondo de unos balcones citadinos”.
Sí, Laura le es fiel a su escritura, me digo y miro hacia Las aguas tenían reflejos de plata. Repaso la dedicatoria: “Para Orlando, con la admiración y el eterno cariño por su literatura, su sensibilidad y su amistad”. Espero atravesar pronto y bien, el territorio éste del quebranto gripal para recorrer el golfo de Venecia, o Golfo de Coquivacoa, ese que desde “1498 fue mentado lago y Puerto de San Bartolomé”. Lo mejor de todo es que también somos consecuentes en la amistad.
Orlando
sábado, 29 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario